lunes, 22 de abril de 2013

El misterio del Montrove


Estan a punto de cumplirse 29 años de uno de los sucesos más trágicos y enigmáticos de la historia de la navegación: la desaparición del congelador gallego Montrove en aguas del banco canario-saharaui. El Montrove partió del puerto de Las Palmas el 19 de julio de 1984, con catorce tripulantes gallegos y dos marroquíes a bordo, y con los tanques llenos de combustible para una larga marea de dos meses. El tiempo era bueno y los barcos que lo avistaron, como el Borneira, no notaron nada extraño. El último contacto visual confirmado fue con otro pesquero, el Mar Rojo, ese mismo día y al sur de Gando, la pequeña península de la isla de Gran Canaria donde se ubica el aeropuerto homónimo. El Mar Rojo, que navegaba a mayor velocidad, lo dejó atrás por la aleta de babor. Desde entonces, nadie más vio al Montrove ni supo de él. La pieza de repuesto que llevaba para el Porlamar no llegó a entregarse. La radiobaliza con la que iba equipado no se disparó, y el nerviosismo comenzó a cundir entre las familias cuando el 10 de agosto, a raíz del hundimiento en la misma zona del sardinero onubense Islamar III, los intentos de contactar con el barco, que llevaba veinte días sin dar señales de vida, resultaron infructuosos. El Montrove había desaparecido. Para siempre. Pocas veces el mar ha sido tan cruel y determinante. No se encontró un solo cadáver, un solo vestigio, un mísero salvavidas a la deriva que diera pie a una desesperada explicación, por frágil que fuera, para semejante desgracia. Por no dejar, el Montrove no dejó siquiera un rastro de gasoil, la sangre de los naufragios modernos. Nada. Trescientos barcos y aviones de la Fuerza Aérea rastrearon la zona durante meses, sin éxito. La Moncloa, ocupada entonces por Felipe González, ordenó una investigación exhaustiva en medio de intensos rumores, que después se revelarían infundados, sobre un posible secuestro del Frente Polisario o la implicación del barco en actividades ilegales. Agentes del CESID se desplazaron a varios países africanos, e incluso, un año después, según algunas fuentes periodísticas, veraneaban en Bueu, la localidad de donde era la mayoría de la tripulación, a la búsqueda de pistas que nunca hallaron. El programa Onda Pesquera, en un ejercicio de delirio informativo, llegó a asegurar que el Montrove había estado cargando armas en unas grutas próximas al puerto argelino de Beni Saf, y algunas viudas, en una muestra de desesperación que hizo las delicias del periodismo mágico madrileño, se aferraron a las visiones de las meigas, que situaban al barco "en una isla grande, con negros". Fue también célebre, tras meses de búsqueda, la pregunta de un alto cargo de la Administración central a los familiares, sobre si el Montrove era "de hierro o de madera". Meigas, tristeza y soledad. Eso fue lo único que dejó tras de sí el Montrove. Veintinueve años después, los augures esotéricos han caído en el olvido, pero la tristeza y la soledad, y el desconcierto que acompaña a toda tragedia inexplicada, continúan latentes a pesar del tiempo transcurrido.

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